Había una vez una gaviota que no quería vivir en el mar. Sus hermanas, su familia, sus colegas de vuelo la miraban sin parar. ¿Pero tú estás segura de la decisión que quieres tomar?
Algunas veces soñaba con desayunar en la azotea del edificio más alto de la gran ciudad. Porque a ella no le gustaba volar, le daba gustito poner los pies en el cemento y sentir el calorcito al andar. Le daba seguridad.
En otros momentos, pensaba cómo sería conducir un descapotable por las calles y pararse en los semáforos a cotillear. Sin dar explicaciones a nadie, mirando con sus gafas de sol de reojo. Así, sin más. Deseaba también que sus amigos la llamaran para ir al mejor restaurante de la gran urbe para charlar, tomando whisky ‘on the rocks’ con tartar.
Y es que mientras la gente se sentaba en la orilla de la arena mirando las olas girar y los barcos surfear, a ella le gustaba ponerse en la toalla de espaldas al mar y los rascacielos observar. Le fascinaban los ventanales, las cristaleras y a través de su reflejo, sentir el sol brillar ¡aún más!
Nuestra amiga se había dado cuenta de que muchas veces hay que girarse para ver lo que tenemos detrás. Está siempre ahí, pero a menudo, no nos paramos a mirar. Otro punto de vista, otra perspectiva que te infle los pulmones al respirar.
¿Y si descubrimos… en un momento dado… que volar a ratos… al revés del mundo… no está tan mal?

